22 may 2012

Testify



"Para qué lloras, si vas a todos los conciertos" me decía, al tiempo que mis ojos igualaban el color de mis mejillas y la cólera contra Ella, contra ellos y contra el mundo me hacía sentir las manos heladas. Mientras lloraba, veía por el balcón a la virgen enclavada en el cerro, con sus manos abiertas, como esperando que cayera algo sobre ellas. La justicia, pensaba yo. La justicia en contra de ese hijo de puta que nunca me pagó por mi trabajo. Que el peor castigo cayera sobre la cabeza de ese hombre que no tuvo respeto y me dejó sin poder ver a una de esas bandas que me acompañó en mi primera cimarra fallida, en la cajetilla de cigarros que me encontró mi abuela, en las primeras zapatillas que hice mierda de tanto vagar. Porque sí, a los 15 me gustaba vagar. Tanto que después del colegio tomaba una micro amarilla que me llevara más cerca de la cordillera, pero hacia el sur. Que me dejara en una plaza desconocida, semejante a las de las ciudades de regiones más chicas. Y en el discman, mientras descubría esos lugares, al tiempo que miraba esas caras que nunca había visto y al compás de ese vértigo de no saber dónde estás parado, esas canciones me acompañaban. Al ritmo de ese doble pedal me sentía bien, pero enojada por no poder seguir más allá de esa plaza. De tener que volver sólo porque estaba impuesto. Los audífonos me protegían. Esa es la sensación que Ella no entendió y volvió a repetir, "esto es demasiado, no puedes llorar por no ir a un concierto". Y esa rabia, después de tantos años, volvía intacta. Miraba a la virgen y me acordé de la cara del moroso. Su cara se había convertido en la imposición. En el límite. Me tuve que mover. "Voy a ir igual", le dije a Ella. No me creyó. 

 Igual que a los 15 -en realidad igual que siempre- me puse el vestido de flores con las zapatillas hechas mierda y salí con el pase escolar, seiscientos pesos y un encendedor. El moroso dijo que me iba a entregar mi dinero, así que llegué hasta su casa. Faltaban dos horas para el concierto y después de subirme a tres micros llegué. El descorazonado dijo que no me podía pagar. Lloriqueó. Pensando en que me iba a enternecer, se disculpó y entró a su baño. "Si no fuera una petiza de 1,59 me lanzaría encima a sacarle la chucha", pensé. Y en ese minuto, con la cabeza a punto de explotar decidí que esa plaza, esa barrera, la iba a romper porque se me daba la puta gana. Porque el mundo no podía ser tan injusto, porque alguna vez en la vida decidí que iba a ser valiente y porque ese día no podía terminar vagando de vuelta a la casa. Y me lo cagué. "Si voy a entrar a ese estadio, por lo menos que sea con cigarros", pensé. Le quité la cajetilla al descerebrado y rajé. "Ojalá te culee un león sin vaselina, ahueonao", me hubiese gustado decirle, pero dejarlo angustiado de cigarros, con todos los negocios cerrados cerca de su casa era mejor. Agarré la 104 y me fui a La Florida. Iba sentada, tiritando, ya no sé si de rabia, miedo o impotencia, pero temblaba fuerte. Probablemente, tenía la clásica cara de cachorro que me sale cuando voy a hacer algo que la abuela reprobaría. Eso es imposible de cambiar. Siento que hasta se lo debo. 

Ya estaba de noche cuando me dejaron en una esquina de la avenida con la calle del recinto y caminé. Ni tan segura ni tan deshecha. Caminé con la mente en blanco, sin plan de contingencia. Solamente sabía que tenía que estar en ese lugar en ese momento y nadie me lo iba a impedir. Un metalero borracho me piropeó el vestido de flores. Y su amigo me preguntó si iba a misa. "Con tu hermana, ahueonao", le contesté. Seguí caminando hasta que me acerqué a las rejas y estas se transformaron en la plaza, en la cara del moroso, en Ella, en el micrero que no paraba la micro cuando era escolar y en el primer saco de huea que me rompió el corazón. Por un segundo me acobardé y pensé en volver. O sentarme en una cuneta a escuchar el concierto. "No hueona, no. Inténtalo o te vas a arrepentir. Termina las hueás que empiezas", me dije en voz alta y la cara de cachorro volvió justo en el momento en que se me acercó un paco joven. Me preguntó si estaba bien. Es posible que los ojos hinchados por haber llorado toda la tarde y esa cara lastimosa le haya dado pistas claras sobre mi ánimo. "¿Necesitas ayuda?", dijo. Tenía cara de bueno. Es más, tenía la cara de ese compañero de curso que todos molestaban pero que al final terminaban queriendo, porque el hueón nunca les iba a hacer daño. 

"Acabo de llegar a Santiago desde Concepción. Vine sólo por este concierto y en el camino hasta acá me perdí. Mi primo mayor quedó de juntarse en esta entrada conmigo, pasarme mi boleto y no lo veo. Lo llamé y no me contestó. No sé qué hacer, lo sigo llamando y no pasa nad...", el llanto incontenible y desesperado no me dejaba seguir hablando. Roja, deshecha y descompuesta estaba mintiendo de forma descarada, pero a medias. Los hechos eran falsos, pero ese sufrimiento mezclado con una dosis alta de adrenalina y miedo a ser descubierta hicieron lo suyo. Tenía que ayudarme. Tenía el vestido mojado por las lágrimas y yo conozco el cortocircuito que provoca el llanto de una mujer en un hombre. Tanto así que pensaría dos veces antes de llorar frente a alguno que realmente me importe. 

"Acompáñeme a la boletería, tranquila, sin llorar. Veamos si dejaron la entrada a su nombre". Por supuesto, no había nada. Lloré con más ganas aún. A pesar de todo, las lágrimas más abundantes y sinceras de mi vida hasta ahora. "Espéreme un momento, ya vengo. Siéntese acá", me agarró de los brazos y me depositó en un bloque de cemento. Mientras caminaba de espaldas a mi cuerpo enroscado, miraba sobre sus hombros para ver si yo seguía en ese lugar. O en pie. "Me tiré. Me cachó y me va a meter a la micro de pacos. Puta la hueá", pensaba y eso me hacía llorar más. El personaje estaba en su clímax de credibilidad, ya había saltado al vacío y estaba esperando que las manos gigantes con forma de nube de esa virgen inventada estuvieran aguardando por mí. 

"Señorita, acérquese, venga", me gritó el paco. Caminé hacia él, hacia esa reja blanca y tenía el corazón, el apéndice y una trompa de falopio casi saliendo por la boca. "Señorita, hablé con el guardia y la va a dejar pasar, tranquila. Cualquier cosa que necesite, estamos acá a la derecha en la salida. Pero tranquila. Vaya tranquila". Nunca lo voy a olvidar. Lo que dijo, su cara, su inocencia. Entré encorvada, temblando y con las manos a lo Cecilia Bolocco ganando el Miss Universo. Sin creerlo llegué a la cancha y en ese momento descubrí que muy dentro mío, hay una hija de puta. Porque yo quería estar adelante. Así que di la vuelta y llegué hasta la entrada de los guardias de la cancha vip. Repetí la historia, pero la guardia era más dura. Estaban terminando los teloneros y pensé que tendría que volver al final del estadio. Cuando sonó el último riff, todos los encargados de seguridad corrieron hacia dentro porque los fanáticos de las plateas -oh fanáticos, como los amo- se convirtieron en japoneses kamikaze y se estaban lanzando hacia abajo, como quien se zambulle en una piscina de chocolate. O cerveza. 

"Ya, pase no más", gritó una encargada mientras corría a ver qué pasaba. Llegué a la cancha vip y se apagaron las luces. La caja de 'Testify' sonaba creciendo cada vez más y me metí dentro de la selva de pelo gigante, olor a desodorante masculino y sudor combinado con cebada. Grité, pegué, me pegaron y yo sentí que había pasado la plaza, que ya no importaba absolutamente nada. Daba lo mismo morir aplastada porque había superado todo. Estaba ahí gritando en una marea de poleras negras, con mi vestido de flores rajado y mojada con sudor ajeno. 

Ellos eran la micro amarilla, los audífonos, las zapatillas hechas mierda y el moroso. Ella, la virgen y el primer saco de huea que me rompió el corazón dejaron de existir, así como también el miedo de no saber dónde estás parado, porque ese era exactamente el lugar en donde tenía que intentar levantarme. Tenía que pelear para respirar, nada más básico, importante y animal que luchar para mantenerse de pie. Después de que me rompieron el sostén, mientras terminaba 'Killing In The Name' estaba alucinando. Recordé que tenía una cajetilla de cigarros y encendí uno. En ese minuto sentí que no habría pija en el mundo que me hiciera sentir más satisfecha que ese momento, pero al mismo tiempo, estaba tan completa, que hasta la pija más pequeña pudo haberme dejado contenta. 

Fue una noche en donde los viajes sola por Santiago, los sucuchos malolientes de Matta que hacían tocatas a las cuatro de la tarde, los discos piratas, los arrollados primavera de madrugada en el bandejón central de Cumming, los llantos, la rabia y las ausencias de todo tipo cobraron más sentido que nunca. ´Bulls On Parade´ estaba terminando y yo ya no sabía qué más podía gritar, qué otro sudor podía tragarme y a quién más podía empujar. Terminé deshecha, pero completa.

1 comentarios:

paulinandrea dijo...

ctm, viví cada minuto de tu relato!!! Extraordinario!!!